18 feb 2013

Very Little Wishes

Me despertó un rechinar metálico. La oscuridad era absoluta, el piso estaba helado.

Intenté levantar la cabeza sin éxito. El esfuerzo me debió desentumecer los músculos, porque todo el cuerpo comenzó a dolerme, especialmente la pierna izquierda. Me arrastré un poco hacia atrás hasta que quedé sentado contra una pared. Respiré profundamente, mientras intentaba recordar cómo había llegado ahí.

Salí de casa ya entrada la noche, porque... ¿Por qué?

Un grito me devolvió a la realidad. Después del grito, hubo un sonido de líquido derramándose y otro grito similar. La voz de un hombre cantaba una canción infantil. Los gritos cesaron y volví a recordar.

¡La feria de la iglesia! Sí, por eso salí... ¡Le dije a ella que la vería ahí! Recuerdo el sonido de la feria a lo lejos, mientras cruzaba el parque...

Escuché una puerta abrirse frente a mí. Después algo cayó, aparentemente por unas escaleras, y la puerta se cerró. Desde donde debían estar las escaleras se escuchó a alguien sollozar.

—¿Hola? —dije. Su llanto se calmó.
—¡Entonces sí eras tú! —era ella, la chica de la cita en la feria, aún no conocía su nombre— ¿Por qué me trajiste aquí?
—Yo... yo no...

El sonido mecánico de un motor me interrumpió. Una melodía de circo comenzó a emanar de todas direcciones y delante de mí, un poco a la izquierda, un carrusel encendió sus luces. La repentina luz me cegó por un instante. El carrusel giraba en el centro de la habitación, vacío.

Miré mi pierna. Tenía una herida profunda, pero no estaba rota. Suspiré aliviado y miré a la escalera. Ella estaba desnuda, cubierta de sangre, pero al parecer sin heridas graves.

Un hombre me había saludado. "Buenas noches, Señor H, veo que viene preparado". Y señaló algo en mi mano, antes de meterme la cabeza dentro de una bolsa...

—¿Recuerdas lo que pasó...?
—¿Qué piensas hacer conmigo? —respondió. Me miraba entre asustada y enojada.
—Nada... ¿qué no ves que estoy en la misma situación?

Parecía que el carrusel giraba cada vez más rápido. Sus luces de colores y la melodía comenzaron a darme nauseas.

"Señor H, todo saldrá como usted lo deseó", escuché antes de que me golpearan en la cabeza...

La puerta junto a la escalera se abrió nuevamente y, ahora que había un poco de luz, pude ver que había un hombre. Era pequeño, debía medir un metro y medio, gordo y calvo.

—Señor H, disculpe que lo moleste, pero olvidé algo —avanzó un poco y su rostro recibió más luz. Sonreía sin aparente razón, como un idiota—. ¿Me dijo que quería a la otra antes de terminar con esta o después?

Vi que tenía agarrada del brazo a otra mujer. Me parecía familiar, pero no recordaba quién era.

—¿Señor?
—No... Yo no soy ningún señor H... —dije. Dio una carcajada que sonó muy por encima de la melodía del carrusel.
—Como usted diga, señor —y arrojó a la otra mujer por las escaleras. Estaba inconsciente.

La otra chica gritó cuando la recién llegada cayó encima suyo. Al lanzarla a un lado despertó, se incorporó sin decir nada y pude verla mejor. Tenía la boca sellada con cinta, pero la reconocí.

"Nos vemos en la feria de la iglesia el domingo, ¡no llegues tarde!" ¿Las había invitado a ambas?...

Comencé a arrastrarme hacia las mujeres. El hombre me miraba con una expresión confundida y preocupada.

—Señor H, tiene que tener usted cuidado, una herida como esa no va a sanar pronto y va a parecer muy sospechosa...

La música del carrusel se volvía más y más insoportable al acercarme al centro de la habitación. Una sensación enorme de asco se apoderó de mí y sin saber cómo, me levanté. El dolor en la herida fue inmenso, pero comencé a caminar hacia las mujeres, tenía que protegerlas.

"... es necesario para que pueda entrar en trance, usted sólo haga lo que yo le ordeno, simplemente quiere ver todo, ¿no?". Recuerdo que... yo dije eso...

Los caballos del carrusel pasaban a toda velocidad a mi izquierda. ¡Querían jugar una carrera! El dolor se convirtió en placer. Cada vez que apoyaba la pierna izquierda en el piso sentía el deseo de que llegara la siguiente pisada.

Miré a mi querido amigo en la parte alta de la escalera y le di las gracias con un gesto. Él pasaba su vista de mí a las mujeres, con los ojos casi fuera de sus órbitas, completamente excitado.

Sonreí y levanté el brazo frente a la primer mujer. El cuchillo seguía en mi mano, por supuesto. La música del carrusel era hermosa.

12 dic 2010

Amén

La lluvia caía hoy con la misma fuerza que tenía cuando comenzó a caer, de pronto, hacía ya casi tres meses.

Si no fuera un cerro, pensó, ya estaríamos como diez metros bajo el agua. Pero era un cerro y el agua bajaba. Ni siquiera recordaba como era el cielo.

Quedaban ellos. Los dos.

Tres, le corregía ella. Tres, porque también el perro es como de la familia. Ese perro para lo único que nos ha servido es para que la comida se nos terminara más pronto, le corregía él. Ahorita serías capaz de decir que somos cuatro si quedara una rata o un pollo en el cerro.

Pero no quedaba nada. Excepto ellos. Los tres.

El San Isidro permanecía inmóvil mirando por la ventana donde lo colocaron desde que la lluvia empezó a arruinar la cosecha, hacía ya casi tres meses. Parece que le gusta la lluvia, pensó, si por él fuera no dejaría de llover nunca. Tomó a la figura y sintió el deseo de lanzarla lejos para que se quebrara. Verdad era que el destino de San Isidro, del perro o incluso de ella ya no le importaban en lo más mínimo. Miles de pedacitos…

El grito desesperado. ¡¿Aventaste a San Isidro por la ventana?! El llanto insoportable. ¡Él era el único que podía parar esta lluvia que nos envía Satanás! Los ladridos interminables del perro. Toda-la-noche. El dolor de cabeza.

El sólo imaginarse la escena lo persuadió de regresar al santo a su lugar. Se sintió desdichado. Otra vez. Mejor dicho, se volvió a percatar de que lo era. Un retortijón en el estómago lo hizo olvidarse de la figura. No habían comido nada en semanas. No entendía por qué no habían muerto.

Primero esperaba que muriera el perro. Ella nunca lo hubiera dejado matarlo, así que no tenía opción. ¿Cuánto puede resistir un perro sin comer?... Al parecer mucho, porque después de una semana sin comer el perro seguía igual. Algo debe estar comiendo y se lo come todo él solo. Ahora estaba delgado, pero no se veía enfermo. Desistió de esperar.

Después quiso morir él. Daba igual. La lluvia jamás terminaría de todas maneras. Pensó en matarse, pero cuando ya había preparado el arma se imaginó devorado por el perro. Nunca. Lanzó la pistola cerro abajo por la ventana. Maldito perro.

Sin embargo, hacía poco se había dado cuenta de que el culpable no era el perro. El perro no puso la estatua en la ventana cuando parecía que iba a escampar. El perro no tomó la comida de ellos y se la sirvió en el plato. El perro no hizo que lloviera. El perro no le gritaba sin ninguna razón y el perro no se pasaba las noches rezando ni llorando. En fin, el perro no había destruido la canoa porque era muy peligrosa para el perro. Podía ahogarse. Pero no creía que al perro le importara ahogarse. No, el perro no tiene la culpa. Cuando se muera me lo comeré con honores.

Era fácil saber quien era, de una u otra manera, la causa de esa lluvia infinita. Pensó en matarla desde que lo supo. Entonces, cuando escampe, me comeré al perro.

Pensaba todo eso sentado en un extremo de la habitación que actuaba como sala, comedor y cocina de la casa. Del otro lado estaba ella. Acariciaba al perro. San Isidro estaba entre los dos, sin mirarlos. Contemplaba la lluvia. Se levantó con un leño en la mano.

El perro comenzó a gruñir. No podía verse interrumpido. Lo tomó del lomo y lo lanzó contra la pared. Ella se quedó inmóvil. Se acercó más, pero continuaba ahí, como muerta. ¿Se habrá muerto? Se acercó para ver si respiraba y sintió una mordida en la pierna. Soltó la madera.

Ella se levantó como si hubiera esperado la defensa del perro. Como si ya lo tuviera todo planeado. Y recogió el arma, mientras él forcejeaba con el perro. Te dije que al perro no lo tocabas, mi amor. Cayó un trueno  y, sin saber por qué, recordó que llovía. El perro le desgarró la piel y él se lo quitó de encima con una patada. Ella levantó el palo. Quiso dar un paso hacia atrás para preparar un contra ataque. De perdida para que no me parta la madre. Pero la pierna herida no pudo resistir y lo hizo caer.

San Isidro no se lo esperaba. Mientras miraba la lluvia, fue atacado por la espalda. De un manotazo torpe salió volando por la ventana.

Aún con la lluvia se escuchó claramente a San Isidro haciéndose pedacitos. Veintitrés.

Los ojos de ella brillaron con desesperación e ira. Él levantó los brazos cruzados, para detener el golpe, pero un pensamiento absurdo lo desconcentró. Veintitrés pedacitos eran mucho menos que miles de pedacitos… El perro corría hacia él. Cerró los ojos.

El leño cayó de las manos de ella al mismo tiempo que el perro dejó de ladrar.

Abrió los ojos sin saber si aún estaba vivo y después ya no le importó si lo estaba. Vio  que los otros dos miraban pasmados por la ventana y después vio lo que ellos veían.

Era el cielo.