12 dic 2010

Amén

La lluvia caía hoy con la misma fuerza que tenía cuando comenzó a caer, de pronto, hacía ya casi tres meses.

Si no fuera un cerro, pensó, ya estaríamos como diez metros bajo el agua. Pero era un cerro y el agua bajaba. Ni siquiera recordaba como era el cielo.

Quedaban ellos. Los dos.

Tres, le corregía ella. Tres, porque también el perro es como de la familia. Ese perro para lo único que nos ha servido es para que la comida se nos terminara más pronto, le corregía él. Ahorita serías capaz de decir que somos cuatro si quedara una rata o un pollo en el cerro.

Pero no quedaba nada. Excepto ellos. Los tres.

El San Isidro permanecía inmóvil mirando por la ventana donde lo colocaron desde que la lluvia empezó a arruinar la cosecha, hacía ya casi tres meses. Parece que le gusta la lluvia, pensó, si por él fuera no dejaría de llover nunca. Tomó a la figura y sintió el deseo de lanzarla lejos para que se quebrara. Verdad era que el destino de San Isidro, del perro o incluso de ella ya no le importaban en lo más mínimo. Miles de pedacitos…

El grito desesperado. ¡¿Aventaste a San Isidro por la ventana?! El llanto insoportable. ¡Él era el único que podía parar esta lluvia que nos envía Satanás! Los ladridos interminables del perro. Toda-la-noche. El dolor de cabeza.

El sólo imaginarse la escena lo persuadió de regresar al santo a su lugar. Se sintió desdichado. Otra vez. Mejor dicho, se volvió a percatar de que lo era. Un retortijón en el estómago lo hizo olvidarse de la figura. No habían comido nada en semanas. No entendía por qué no habían muerto.

Primero esperaba que muriera el perro. Ella nunca lo hubiera dejado matarlo, así que no tenía opción. ¿Cuánto puede resistir un perro sin comer?... Al parecer mucho, porque después de una semana sin comer el perro seguía igual. Algo debe estar comiendo y se lo come todo él solo. Ahora estaba delgado, pero no se veía enfermo. Desistió de esperar.

Después quiso morir él. Daba igual. La lluvia jamás terminaría de todas maneras. Pensó en matarse, pero cuando ya había preparado el arma se imaginó devorado por el perro. Nunca. Lanzó la pistola cerro abajo por la ventana. Maldito perro.

Sin embargo, hacía poco se había dado cuenta de que el culpable no era el perro. El perro no puso la estatua en la ventana cuando parecía que iba a escampar. El perro no tomó la comida de ellos y se la sirvió en el plato. El perro no hizo que lloviera. El perro no le gritaba sin ninguna razón y el perro no se pasaba las noches rezando ni llorando. En fin, el perro no había destruido la canoa porque era muy peligrosa para el perro. Podía ahogarse. Pero no creía que al perro le importara ahogarse. No, el perro no tiene la culpa. Cuando se muera me lo comeré con honores.

Era fácil saber quien era, de una u otra manera, la causa de esa lluvia infinita. Pensó en matarla desde que lo supo. Entonces, cuando escampe, me comeré al perro.

Pensaba todo eso sentado en un extremo de la habitación que actuaba como sala, comedor y cocina de la casa. Del otro lado estaba ella. Acariciaba al perro. San Isidro estaba entre los dos, sin mirarlos. Contemplaba la lluvia. Se levantó con un leño en la mano.

El perro comenzó a gruñir. No podía verse interrumpido. Lo tomó del lomo y lo lanzó contra la pared. Ella se quedó inmóvil. Se acercó más, pero continuaba ahí, como muerta. ¿Se habrá muerto? Se acercó para ver si respiraba y sintió una mordida en la pierna. Soltó la madera.

Ella se levantó como si hubiera esperado la defensa del perro. Como si ya lo tuviera todo planeado. Y recogió el arma, mientras él forcejeaba con el perro. Te dije que al perro no lo tocabas, mi amor. Cayó un trueno  y, sin saber por qué, recordó que llovía. El perro le desgarró la piel y él se lo quitó de encima con una patada. Ella levantó el palo. Quiso dar un paso hacia atrás para preparar un contra ataque. De perdida para que no me parta la madre. Pero la pierna herida no pudo resistir y lo hizo caer.

San Isidro no se lo esperaba. Mientras miraba la lluvia, fue atacado por la espalda. De un manotazo torpe salió volando por la ventana.

Aún con la lluvia se escuchó claramente a San Isidro haciéndose pedacitos. Veintitrés.

Los ojos de ella brillaron con desesperación e ira. Él levantó los brazos cruzados, para detener el golpe, pero un pensamiento absurdo lo desconcentró. Veintitrés pedacitos eran mucho menos que miles de pedacitos… El perro corría hacia él. Cerró los ojos.

El leño cayó de las manos de ella al mismo tiempo que el perro dejó de ladrar.

Abrió los ojos sin saber si aún estaba vivo y después ya no le importó si lo estaba. Vio  que los otros dos miraban pasmados por la ventana y después vio lo que ellos veían.

Era el cielo.

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